Agosto 6 de 1859
Excelentísimo Señor:
Quedará sin efecto en parte de sus aplicaciones prácticas, y aun sería onerosa y perjudicial para el pueblo la ley del 12 del mes próximo pasado, en la parte que declaro la perfecta independencia ente sí del Estado y de la Iglesia, si no se subviniera a las necesidades que tal declaración deja sin satisfacerse. Comprenderá desde luego V.E. que quiero hablar principalmente del matrimonio y del registro que llevan el nombre de civiles, por las funciones importantes que así sobre aquel esencial acto de la vida social, como sobre las constancias del estado de las personas, ha ejercido hasta hoy entre nosotros únicamente el clero, por encargo del soberano.
Pero la Iglesia, como V.E. sabe, sólo interviene en el matrimonio, en cuanto a sus efectos espirituales para conferir la gracia del sacramento, y en cuanto a los civiles para hacer constar de un modo respetable y auténtico que tal matrimonio se ha contraído. En él los ministros celebrantes son los mismos contrayentes, y el párroco un simple testigo condecorado y fidedigno que autoriza el acto y que vigila, en sus preliminares, sobre que el matrimonio no se contraiga entre las personas y con las circunstancias que la sociedad ha prohibido porque le serían perjudiciales.
Al concilio de Trento se debió, como V.E. también sabe, que se pusiese algún coto a los innumerables abusos que sobre la celebración de tal contrato trabajaban a la misma sociedad de entonces. Como en aquella época las gentes de la Iglesia eran las únicas de la generalidad que algo sabían, una buena parte de los Soberanos consintió gustosa en que el clero continuase encomendado de vigilar sobre la institución de la familia; y recibiendo en sus reinos las decisiones del concilio y dándoles sanción civil, dejaron al clero único árbitro del matrimonio.
Como por fortuna la sociedad civil tiene hoy más adelantado de lo que siempre lo ha tenido el grado de ilustración y respetabilidad necesarias, para que pueda bastarse a sí misma, puede y debe intervenir en este acto tan importante de la vida, a fin de que le conste, como la más interesada en este mundo, lo que en tal acto pasa respecto de los cónyuges.
Pudo muy bien bastar a las necesidades de la sociedad, en los siglos anteriores, la intervención exclusiva que la Iglesia tuvo y regularizó sobre este acto solemne, puesto que ni las necesidades públicas tenían un órgano bastante ilustrado y poderoso para ser debidamente representadas, ni el clero se había dejado llevar hasta los desmanes de hoy. Para entonces, el orden que la Iglesia introducía, era una verdadera reforma, que de tal tienen el nombre muchos cánones y sesiones de aquel celebérrimo concilio, aunque no era el catolicismo el que hacía alarde de tal nombre ni consiguió que se lo dieran las generaciones coetáneas y pósteras.
"Pero lo que entonces los padres del concilio y el mundo católico llamaron reforma, porque realmente lo era para su época, hoy necesita una nueva reforma por los abusos que una autoridad no vigilada y una posesión no contradicha, por más de trescientos años, han introducido en el clero cuando hemos llegado hasta el punto de que un ciudadano, honesto y perfecto hombre de bien, no pueda unirse con su pretensa, porque ha jurado obedecer la ley fundamental de la República; cuando la intolerancia y despotismo crecientes del clero han reducido á los buenos ciudadanos a la triste alternativa de abnegar todo el sistema de sus creencias políticas, contradecir todos los antecedentes de una vida patriótica y honrada, cambiar por el mandato de un superior, las más veces ignorante y siempre arbitrario, todo su modo de ver sobre las cuestiones de patria, libertad y orden, independencia y dignidad personal, derechos y garantías individuales, o de caer en el concubinato o en la prostitución, porque los ministros de la Iglesia, en México, dicen que no es licito obedecer á México, Soberano temporal, aun cuando estatuye sobre cosas temporales, si no ha pedido permiso al clero; cuando se ha llegado, digo, hasta tal punto, es necesario no consentir que las cosas sigan más allá, como tiempo ha, que se necesitaba impedir que llegaran hasta aquí.
Para que se consiga que en el matrimonio tenga la sociedad su cimiento civil, la fuente de la familia morigerada, la certeza de que los hijos serán debidamente alimentados, educados e instruidos; para que la sociedad tenga en él la escuela de la autoridad del padre, por el convencimiento de los hijos, es necesario, pero basta, que el Soberano intervenga directamente. México, en su calidad de Soberano libre e independiente, puede y debe establecer, como lo ha hecho, que el matrimonio sea contraído entre personas legalmente hábiles, ante la autoridad, que sea público y perpetuo. Bien se entiende que nada obsta esto para que los cónyuges, después de cumplir con lo que la sociedad manda y a la sociedad y a ellos importa, puedan ocurrir a los ministros del culto cuya creencia tengan, para que éstos les distribuyan la gracia divina de la manera que uno sabe invocar al Padre de las luces y de las misericordias; pero que el Soberano sepa cuándo nace y muere un hombre, cómo este hombre es hijo, habitante, ciudadano y padre.
Tiempo era de que se regularizara y ordenara el matrimonio civil, sin el cual el clero continuaria ejerciendo su perniciosa y disolvente influencia sobre las costumbres de los ciudadanos; y el más robusto fundamento de la sociedad, la familia legitima, quedarla, servilmente subyugada y caprichosamente oprimida por los constantes abusos que de su autoridad espritual hace el clero mexicano, pretendiendo extenderla a limites que deben serIe ya prohibidos, y cuya trasgresión debe ser severamente castigada. Asi ha procurado hacerlo el Excelentísimo Señor Presidente con la ley que sobre el matrimonio civil se ha servido expedir.
Poco habrá que decir sobre la necesidad, no sólo conveniencia, de que la autoridad tenga noticia directa del nacimiento, del matrimonio y de la muerte de sus súbditos, puesto que todos los efectos mundanos de estos actos son civiles, y que de las constancias de ellos parten los ciudadanos y los Tribunales civiles para aplicar a los hombres las leyes también civiles. Sólo merecen mención especial el capítulo de las defunciones por ser en el que más comunes son, y más bárbaros y repugnantes parecen los abusos. Que el clero rehuse la sepultura de la Iglesia a los que sus cánones o reglas consideran como extraños a ella, y mueren, o fuera de su gremio, o bajo sus censuras, parece muy natural y lógico. Ningún derecho, en efecto puede alegar para meterse en la casa ajena quien no cuenta con la voluntad de su dueño. Pero que a veces, el miserable sea asimilado con el excomulgado, y que como a éste y tan sólo por ser pobre, se nieguen unos cuantos pies de tierra para que siquiera allí descanse, es cosa que no debe seguir sufriéndose.
Mas la sórdida e insaciable avaricia del clero, la repugnante y bárbara frialdad con que algunos de sus miembros tratan a la pobre viuda o al desvalido huérfano que le han hecho presente su imposibilidad material de pagar derechos por el entierro del difunto marido o padre, el increible, pero cierto cinismo con que dicen, cómetelo, a quien necesitarla ayuda y consuelo, no podría remediarse, si el Gobierno civil no tuviere necrópolis, o panteones laicos, o campos mortuorios en donde sepultar los cadáveres de los habitantes. A tales lugares deberán ir e irán todas aquellas personas a quienes el clero niega la sepultura eclesiástica, a veces por buenos motivos, a veces también por rastreras y viles pasiones. Por eso acompaño a los ejemplares de la ley del registro civil que remito a V. E., otros de la de panteones o cementerios, cuya ejecución recomiendo especialmente a V. E. por repetido encargo que de ello me hace el Excelentísimo Señor Presidente.
Cuando se presente la facilidad de ello, este Gobierno cuidará de que en la ciudad de México se dediquen a tan piadoso objeto, como son los panteones civiles, los lugares y fondos que fueren necesarios. Se podrá así desagraviar a la buena memoria de los eminentes libertadores y honrados ciudadanos Manuel Gómez Pedraza y Valentín Gómez Farías, á cuyos cadáveres negó el clero sepultura; desagravias, digo, de la negligencia con que el Gobierno civil dejó pasar una oportunidad en que, sin ofensa de la Iglesia ni de ningún buen espíritu o sentimiento, pudo y debió por su propio decoro plantear estos establecimientos.
Podrá así la Iglesia, con toda la libertad que le es debida y que debe respetarse, negar sus ceremonias a los que a si mismos se juzguen separados de su gremio, o a los que el clero no juzgue dignos de su atención y caridad por ser demasiado pobres. Podrá el Gobierno civil, cuando ya no quiera yo hablar de ninguna de las elevadas consideraciones por las que todos los pueblos de la tierra han honrado los restos del hombre, podrá, digo, atender a las razones de simple polida, de salubridad y de limpieza que la obligan a inhumar o a alejar de los centros poblados aun los cadáveres de los pequeños animales. Sobre todo, se quitará la especie de anatema, el olor de infamia que en el vulgo persigue, aun más allá del sepulcro, al desgraciado que no se enterró en donde el clero había echado sus bendiciones; y la familia de tales infelices no reportará la especie de afrenta que hoy hereda por acciones las más veces inocentes y casi siempre extrañas, y por lo mismo inculpables a tal familia.
Asi se quitará este resto de discusión y disgusto entre lo que se ha querido llamar las dos potestades, sin que se haya conseguido hasta ahora que la una se constriña a la sola esfera que indica su nombre de espiritual, por lo mucho que siempre ha estimado los bienes terrenos y perecederos; la paz pública será más fácil de mantener; y más fácil también de desarrollar, como nunca se ha desarrollado y siempre ha debidose desarrollar el gran principio social: "ames al prójimo como á ti mismo. "
Tales son los deseos del Excelentlsimo Señor Presidente, y tales en parte los medios que su prudencia ha creido que deben ponerse en práctica para la verdadera reforma de nuestra desgraciada República. No dudo que V.E., unido con nosotros en sentimientos y aspiraciones, ponga en práctica cuanto su ilustrado celo le dice para plantear y acercar a la posible perfección en la práctica, los objetos de estas leyes, indicados apenas en esta circular.
Amplio campo queda a V.E. en todo lo que falta que hacer, principalmente en los importantísimos puntos de dotación de los jueces del estado civil y regulación de las cuotas para las contribuciones indirectas, que sobre las excepciones de lujo en los actos del registro civil y en el modo de sepultar los cadáveres, se encomienda a V.E. que reglamente: Los gérmenes del bien, sobre los puntos que abrazan estas leyes, están contenidos en ellas; toca a V.E. hacerlos crecer y fructificar con su prudencia y tino. Del modo de dividir los radios jurisdiccionales de los jueces depende, en parte, que su establecimiento sea benéfico u oneroso para los habitantes. De la acertada elección de tales jueces dependen que el establecimiento del registro civil se vuelva una institución respetable o una de tantas insipidas parodias de lo que se hace en los paises cultos. Del modo de dotar a tales jueces depende que puedan servirlo personas más o menos inteligentes y respetables, asi como que los pueblos reciban beneficio o gravamen (que debe evitarse cuidadosamente) de estas leyes. Del modo de hacerles girar las cuentas de sus dotaciones y de exigir oportunamente, haciendo efectiva la responsabilidad de ellas, depende la prosperidad de los establecimientos que se les encomiendan. Del decoro y decencia con que los jueces procedan a los actos del estado civil, depende su futura responsabilidad. Del modo con que se conserven los campos mortuorios depende que se conserve la veneración a estos lugares sagrados. Por último, de todo lo que ahora se haga para practicar estas leyes, depende el que probemos que nosotros los legos, los hombres civiles, somos más capaces que el actual clero de la República, de consultar y hacer el bien de los pueblos y de conducirlos por un camino de tolerancia y orden, de moralidad y de justicia.
Dígnese V.E. considerar debidamente sobre estos puntos que no hago más que indicarle, y sobre el de que, si V.E. acierta, como no lo dudo, en la práctica dificil de tan delicados pormenores, su Estado y la República mejorarán en sus costumbres, entrando con buen paso en el camino del porvenir, y la República y el Estado bendecirán la memoria de V.E.
Dígnese igualmente hacer que por las autoridades sus subalternas, así como por los periódicos u otras hojas sueltas se difundan e inculquen en el ánimo de todos, las buenas ideas sobre estos puntos.
Acepte V.E. las seguridades de mi distinguida consideración y merecido aprecio.
Dios y Libertad. II. Veracruz.-Ocampo.
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